Si te educaron para ser niña buena, o niño bueno –sobre esto ya escribí– sabes que los mecanismos que te empujaban a serlo llevaban una carga de profundidad letal: si lo haces bien, te quiero. Si no lo haces bien... Así que tu vida se convertía en una pista de atletismo en la que tú corrías sin parar para llegar al podio. A poder ser, al primer escalón. La mejor estudiante. La mejor hija. La mejor profesional. La mejor amante. La mejor madre. La mejor hija cuidadora. La mejor en terapia, en kickboxing, en pilates… Así hasta el infinito. Pero no sólo te pasabas la vida corriendo, sino que después de cada carrera necesitabas que alguien te validara. Muy bien las notas. Qué haría yo sin ti. Has hecho un trabajo de puta madre. ¿Sabes que eres una diosa en la cama? Ama, eres guay. Si no recibías eso, el podio se esfumaba bajo tus pies. Este veneno se te inocula sin que te des cuenta. Pero lo peor es que resulta imperceptible sólo para ti. Hay personas que lo detectan y se aprovechan de tu punto débil. Esas cucarachas se cuelan por la grieta y utilizan tu necesidad de aprobación. Es perverso. Es cruel. Es tóxico. Ocurre.

Incluso cuando ya eres adulta tu cerebro y tu autoestima están tan contaminados que puedes llegar a creerte los mensajes que te deslizan las cucarachas. Tú no vales para ese puesto. Te quedarás sola. Las madres de hoy sois unas egoístas. Oscuridad. Pero un día, quizá te haya hecho falta cumplir los 40, incluso los 50, te sacude un fogonazo de luz interior que desintegra esos mensajes y a las cucarachas con potencia nuclear. Y te das cuenta de lo buena que eres. En lo que tú quieras. En tu trabajo, en tu empeño, tu esfuerzo y tu actitud, en la pista de baile, en el gimnasio, donde te salga del coño. Y desenfundas la espada láser como la diosa que eres y ya no corres, sigues tu camino sabiendo que puedes desintegrar a cualquiera que pretenda minusvalorarte. Simplemente ignorándole. Porque La Fuerza está contigo y ya no te va a abandonar. Ni siquiera necesitas la espada láser. Pero ¿a que mola llevarla?