En ciencias políticas se conoce por gatopardista al líder que impulsa una transformación pero que, en la práctica, solo altera la parte superficial de las estructuras de poder para seguir controlándolas. Algo de esto ha hecho Javier Esparza en los meses previos al Congreso que UPN culminó este domingo con la elección de Cristina Ibarrola. Un relevo en la cúpula del deprimido partido regionalista que en esencia no cambia nada porque el proceso se ha desarrollado al margen de cualquier debate ideológico. Como sucede en la práctica totalidad de las estructuras de los partidos políticos, lo que ha estado en juego ha sido el reparto de asientos y ahí Esparza ha estado hábil. El presidente saliente se quita la responsabilidad que implica la gestión diaria, pero no solo continúa como portavoz parlamentario y, en consecuencia, la cara más visible del partido, sino que se postula para seguir viviendo de la política más allá de esta legislatura a la que todavía le quedan más de tres años por delante. Estamos, por lo tanto, en el primer día de bicefalia en UPN, que históricamente ha sido sinónimo de tensiones, y de Ibarrola como jefa suprema con el propósito de volver a convertir al partido en una formación influyente. Un reto mayúsculo para quien presenta un perfil poco empático y muy alejado del entendimiento con el adversario que requiere semejante desafío.